El revés del revés

RELATO SELECCIONADO PARA FORMAR PARTE DEL LIBRO SOLIDARIO BOCADOS SABROSOS III. (ACEN Castellón)
«No funciona mi pie izquierdo, y ahora que el mundo funciona al revés, esto es una señal de mal augurio. No me quiero levantar con el pie derecho, por lo de la mala suerte, pero tengo que salir apresuradamente de esta cama. Duermo con mi mujer, pero ahora eso es pecado, en breve llegarán sus amantes. Solo veo una opción, que ella me empuje y rodando me deslice como una croqueta, hasta quedar escondido y en silencio bajo su cama»

 http://acencs.org/relato-ganador-del-iii-concurso-de-microrrelatos-acen-y-seleccionados-para-aparecer-en-el-libro-solidario-bocados-sabrosos-iii/

La locura cambia de estación

Llevo dos semanas viviendo la bienvenida al Otoño. Lo siento;  he visto ya hojas marrones caer, dejado atrás mientras camino un cielo amarillo nublado;   me han rozado las primeras rebecas posadas en los hombros de ancianas y adolescentes; me he arropado con la manta de mil colores y me han desnudado bajo ella, dejando caer mis pantalones largos del pijama sobre un suelo en el que ya no se puede caminar descalza.

            Pero esto solo sucede de madrugada, el día conlleva la locura del calor . Las rebecas se olvidan encima de sillas, en el autobús…, el calor sofoca y sobra todo, te despojas y la orilla del mar de nuevo está mojando tus pies. La siesta provoca sudor y la manta cae al suelo mientras desnuda y con las ventanas abiertas camino hacia la ducha.

            Quizás por eso es que la noche y la madrugada alteran los sentidos. Y la locura estacional, el cambio, ya no delimita quién está claro o enajenado. Por eso es que en este tiempo de locos, nadie es dueño de marcar diferencias, y lo que es normal y sólido se evapora, y el vapor que muchos sólo ven en su mundo se conforma y es realidad.

 

            Y así un sábado de este Octubre incontrolable, Ella salía de casa,


luciendo un vestido blanco ceñido corto, muy corto y realzado con  sandalias de fino tacón. Un collar grande de semillas giraba sobre su cuello, liberado por el cabello recogido, que caía sobre sus senos medio descubiertos por el escote. Se había maquillado exageradamente: sombras verdes, pestañas alargadas, polvos de base , colorete, raya de ojos faraónica, labios rojos, perfilador marrón…No buscaba sentirse bella, si no esconder los surcos que todas las lágrimas del día anterior habían dejado marcado su rostro. A veces, era así, daba igual que hiciese frío o calor, lloviese o luciese el sol, se levantaba ya muy pesada e iniciaba a llorar, y a llorar, a gemir. Su cuerpo se paralizaba en postura horizontal, y lloraba, lloraba sin parar. Todo tipo de pensamientos negativos desfilaban por su mente, y ella intentaba espantarlos, pero no podía y entonces solo quería dormir, así la conciencia caía en el olvido aunque ella siguiese vertiendo lágrimas. El remedio era casi natural: Vino tinto y Diazepam.

            El sábado a mediodía había dejado de llorar, encendió su celular y vio que el mundo seguía en orden. Decidió que acudiría al concierto de un grupo nuevo que sonaba en un pub curioso que rara vez ella frecuentaba. Cogió un taxi, y puntual el seguridad le abrió la puerta del local. Allí , yo la esperaba sentada en la barra con un gin. No quiso contarme sus dos días de ofuscación, pero tampoco hacía falta, la conocía ya muchos años, y sabía que el celular apagado era señal de abandono. Se sentó y pidió un mojito, azúcar en su cuerpo…, le encantaba sentir como al pasar por su garganta iba bombardeando su piel interior, le iba dando energía…Otro, por favor!, y otro Gin, para mi amiga…, gracias!

            Una hora más tarde, situadas las dos en el mismo rincón de la barra,  y a punto de acabar el concierto, un hombre  rozó la espalda de Ella sin querer. La rozó más de un instante, estaba segura, no era un segundo que había parecido eterno, no; era el detenimiento pausado de la mano en su piel. Se giró y lo miró; él se limito a sonreírle y a silbar en su oído una de las canciones que estaba sonando. Ella cerró los ojos, escuchó y se encantó. Los volvió a abrir y se dio cuenta que los labios de él a punto estaban de  caer sobre los suyos. Le entró el pánico, de hecho casi estuvo a punto de empezar a llorar.., así que apresuró la distancia. Él enseguida notó el rechazo, y su moflete derecho empezó a moverse sólo, con un tic continuado, el movimiento rebotaba en la parte inferior de su ojo y hacía que éste hiciese también guiños extraños. No toleraba el rechazo, su conciencia estaba controlada por las innumerables sesiones con su psicóloga, pero aún no podía controlar sus tics, el espejo de su trastorno obsesivo.

            Pero a Ella, esto la envolvió en ternura, y lo sintió muy cerca, tan cerca que podía sentir el palpitar de su moflete derecho. Iniciaron una conversación rara, suya, fluida, de gustos, tics, medicamentos…; mientras, yo decidí pedir  otro gin e ir hacia la pista a bailar la versión soul de Stand by me que sonaba.

            Él le reconoció que no solía llorar mucho, cuando tenía ganas ordenaba exactamente todos sus CDs, o DVDs, o cuadros de la casa, o doblaba las bolsas de la compra hasta convertirlas en cuadraditos pequeños. Tenía la capacidad de ordenar todo o por colores, o por antigüedad, o por tamaño, daba igual, esto hacía que no llorase. Ella reía mucho ante lo que le estaba contando…, le encantaba todo ese orden en el desorden. También le dijo que no sabía estar en ningún sitio, si no era algún lugar que él hubiese elegido; entonces acudía siempre, a la misma hora, el mismo día de la semana, tomando exactamente lo mismo que la semana anterior. Los sábados, siempre lo podría encontrar allí, a partir de las 22:00.

            Ella no pudo controlar la atracción que su obsesión le procuraba, sabía que húmeda si lo besaba se iba a estremecer. Así que le cogió la mano y le obligó a que le rozase de nuevo la espalda, luego el muslo, justo por debajo de la costura que el vestido blanco marcaba y después lo besó inclinando también sus pechos hacia él. Él agarró su mano fuerte en el muslo, y la hizo levantar del taburete, estrujando los cuerpos de manera que ella podía sentir todo Él y él toda Ella, besándose con la misma pasión con la  que se llora, o se ordena.

            Desde la pista los vi, y sentí la excitación y la ternura del encuentro. Me alegré, y solté una carcajada. Ella se giró un momento y sonrojada por su propio erotismo me hizo una señal que marchaba con Él.

            Se fueron vestidos de verano, ambos dejaron sus rebecas olvidadas en el taburete, y auque fuera hacía frío, no lo sintieron. Yo seguí bailando sola en medio de todos y de nadie, pensando en la locura tan mentalmente correcta del encuentro.

            Desde entonces, todos los sábados a partir de las 22:00 se ven en el mismo sitio, toman lo mismo y se besan con la misma pasión. Ella llora, pero sólo hasta el sábado, Él ordena todas sus cosas de nuevo pero solo hasta las nueve, entonces se arregla, se perfuma, coloca sus jeans de ese día que siempre son los mismos y va hacia su encuentro.

 

Un beso de desayuno

             Quiero recordar siempre el primer amanecer con el que me cobijó República Dominicana. No quiero olvidar nunca el primer desayuno que me brindó mi querida tierra caribeña.

Había aterrizado la noche anterior, coincidiendo con el alba que dejaba atrás en el Mediterráneo. Después de unas escasas horas embrolladas en el cajón superior del sueño, despertaba con los primeros cantos de los gallos que paseaban libres y bohemiamente por el patio tropical que rodeaba la casa en la que me habían acogido. Esquivando plantas trepadoras, lianas y plataneras, los gallos altaneros avisaban el inicio de un nuevo día en el Caribe.

            Llevaba meses aguardándolo, desde aquella tarde húmeda de invierno, en la que me anunciaban por teléfono que había sido seleccionada para viajar como voluntaria y participar en un proyecto de una ONG local dominicana dedicada a la población haitiana migrante. Desde aquel instante había esperado con anhelo el momento de volar, colaborar, conocer…; y ahora ahí estaba, con los ojos muy abiertos bajo mi recién estrenado mosquitero. Con vértigo, mucho vértigo.

            Respiré y con toda la energía que solo dan los propósitos que forman parte de tu destino me levanté, salí de la pequeña habitación y caminé hacia la cocina. La primera persona que encontré fue a Altagracia. En sus manos un termo lleno de café; en su rostro unos melosos buenos días acompañados de tostada de guayaba y dulce de tamarindo.

ALTAGRACIA

            Perfume a cilantro, manos aderezadas con mil y un sabores. Ella fue la complicidad de mi acogida, la confianza y la comodidad hogareña de mis dos años vividos en la comunidad rural  de Gurabo. Altagracia es descarada con lo cercano; y prudente y temerosa con lo ajeno. Latina, bachatera, humilde…,es la cocinera oficial de las miles de actividades que en el proyecto se organizan. Meriendas que endulzan talleres sobre el género, sancochos llevados a quiénes no tienen con que celebrar, zumos cargados de vitaminas tropicales para enfermos…Altagracia sin saberlo es un pilar principal en esta iniciativa solidaria basada en el honor y en el  respeto; no sabe que su labor aviva el sabor de las cosas bien hechas. Un poco de arroz, la deliciosa tayota rellena, las ensaladas de aguacate, la res asada, el moro de guandules; han llenado nuestro estómago muchos mediodías cansados tras duras realidades vistas. Vive en lo más profundo de la comunidad, su pequeña casa construida con adobe y zinc alberga en dos únicas habitaciones a toda su familia. Su hija y dos nietos, el marido, otro hijo y la novia, y eventualmente algún familiar que desde la montaña se desplaza a trabajar en la construcción, duermen y comparten el mismo espacio. Ella es una líder comunitaria, trabaja por y con la comunidad. Ella, que no escribe proyectos, ni entiende de cuentas, ni de AECI…, es la que sabe quién necesita más apoyo y quién ha enfermado de dengue. Entre machaque de tostones, yuca frita y frijoles, te cuenta las verdaderas necesidades de su comunidad.                                                                                                 

 De Altagracia aprendí tanto que todos los días le debo un pensamiento. La imagino denunciando las injusticias de su comunidad y mientras la siento de nuevo a mi lado cocino uno de los sabrosos platos criollos que me enseñó. Saboreo su gusto, disfruto los aromas, y de nuevo vuelo hacia allá.

            Le devuelvo los buenos días también a Altagracia, y me invita a pasar al patio a desayunar. Tomaba mi café bañado en azúcar moreno y pensaba en cómo sería todo allá fuera de la casa, más allá del jardín tropical. Había llegado de madrugada al aeropuerto de las Américas en Santo Domingo, y otro compañero cooperante italiano me había recogido en una destartalada furgoneta. Viajamos dos horas por carreteras oscuras hasta llegar a Santiago de los Caballeros, donde se encontraba la sede de la organización y el hogar con tejado de zinc donde iba a vivir, en una de las comunidades más empobrecidas de la zona. Mi casa se convirtió pronto en el rincón más bello en el que jamás yo he vivido, con su patio rodeando el limonero, sus colores y su elegancia; también con sus rejas, con pocas paredes de bloque y muchas de madera.

             Y sorbo tras sorbo, con nervios, miedo, ilusión; con prisa y con calma, imaginaba y pensaba: ¿sería capaz de empatizar y llegar algún día a pertenecer a aquel lugar?

            De una habitación contigua a la cocina salió una mujer joven cargando un saco de arroz; me miró y ofreció unos buenos días distantes y desconfiados, me preguntó si era la nueva voluntaria, y le dije que sí y aunque no demostraba curiosidad le dije también mi nombre: Lola. Ella me respondió tan solo con su nombre: Isabel, y continuó llevando el saco de arroz a la furgoneta que me había traído la noche anterior. Le ofrecí ayuda pues advertí que en la habitación todavía quedaban al menos cuatro que cargar. Eran las seis y cuarenta y cinco de la mañana y en pijama ya se iniciaba la mezcla de culturas, sentimientos y aprendizaje que impregnarían toda mi vivencia.

ISABEL

            Impetuosa, misionera de hábito comunista, con entrega a los demás como alma. Su mente yace siempre en la dedicación en que ha convertido su vida. Lleva más de quince años, la mitad de su existencia, como coordinadora del proyecto en una de las zonas más empobrecidas de Santo Domingo: Haina, y dirige con tesón y constancia la gran labor que se hace en dicha comunidad. La escuelita comunitaria  y el centro de salud no funcionarían sin ella. Su persistente trabajo fascina a quien la contempla. Isabel no deja que vuelvas a tu país de origen y abandones lo que viste, su compromiso es tal, que no permite que el tuyo pueda caer en el olvido.

            Ella guerrea en un ambiente de máxima pobreza, vive casi todo el día junto a la comunidad, o con la comunidad en su despacho. Los niños y niñas que crean y llenan las aulas del proyecto viven en esa miseria material que ha provocado la humanidad, y por supuesto esta infancia dominicana, dominico-haitiana y haitiana sufre el hambre, y las consecuencias de habitar en uno de los sitios  premiados con el gran galardón de: «Tercer lugar más contaminado por el plomo del mundo». Esta otra cara  de lo mostrable, de lo turístico, se llama Haina y está situada en el sureste de la isla, a 22 kilómetros al oeste de Santo Domingo, dónde escasea el paisaje caribeño; y la invasión industrial ha devastado lo natural, facilitando el crecimiento de comunidades dominicanas y haitianas que hoy sobreviven con la mayor dignidad en condiciones de máxima pobreza.

            La comunidad gira en torno a la escuelita que entre todos y todas han levantado. La gran protagonista, la infancia, después de trabajar recogiendo plásticos, acude a clase en la tanda de la tarde. Isabel también es profesora de uno de los grupos. La vida de la escuelita, con sus puertas abiertas entre caminos llenos de armas jóvenes y ventanas con vistas al vertedero, contagia e impulsa las redes comunitarias. Las madres se reúnen una vez a la semana, hablan de cómo mejorar su comunidad: tener acceso al agua potable, conseguir botas no se sabe dónde y de quién para que sus hijos e hijas trabajen dignamente como buzos. Isabel también está siempre detrás, no deja que caigan las inquietudes y la fuerza en la lucha de estas mujeres. Y siempre, con la suerte de algún buen inversor de luz que funcione, suena de fondo y se baila a ritmo de salsa y bachata. Una de las que más suenan es la salsa del puertorriqueño Ismael Rivera…

«Las caras lindas de mi gente negra

son un desfile de velas en flor

que cuando pasa frente a mí se alegra

de su negrura, todo el corazón.

Las caras lindas de mi raza prieta

tienen de llanto, de pena y dolor

son las verdades, que la vida reta

pero que llevan dentro mucho amor

Somos la melaza que ríe la melaza que llora

somos la melaza que ama y en cada beso, que conmovedora…»

Las Caras Lindas (Ismael Rivera)

            Esta es una de las canciones que más le gusta a Isabel. El colorido del mestizaje de Haina está formado por  familias desplazadas haitianas, por caras lindas pero a la vez invisibles de  mujeres inmigrantes y  dominicanas que provienen de las zonas más rurales y salvajes de la isla . El reto de estas mujeres es la de «abrazar con intensidad la existencia, plantar cara, sonrisa y alegría al sufrimiento y ser promotoras de esperanza y solidaridad», cómo escribían en uno de los textos de la asociación, y trabajar para que Haina sobreviva, tenga aliento propio y no dependa de ayudas externas, para que los pobres no crean que lo son y se conformen.

            Con Isabel capitaneando este proyecto, todo brilla con inspiración femenina, y con la participación infantil de las escuelas, el día a día es un círculo mágico en el que todos los errores cometidos por los adultos  por instantes se esconden, y parece que nadie tiene más que nadie, que todas y todos tenemos los mismos derechos.

            Cargamos los cinco sacos de arroz en la parte trasera de la furgoneta, otro joven salía de la parte de atrás del patio con cajas colmadas de yucas y huevos. Iban a trasladar todo para Haina, hoy celebraban una jornada de encuentro con los adolescentes y las familias de la comunidad comerían también con ellos. Aún sin entender muy bien nada, sentía que en el vertedero hoy sería un gran día.

            Altagracia me ofreció más café que acepté encantada, entretanto, la furgoneta arrancaba ya el motor camino hacia Haina. Tras el último sorbo decidí que era hora de vestirse, en el despacho me esperaba el coordinador del proyecto en Santiago, era ya la hora de presentarse. Aviso a Altagracia que ya estoy preparada, y con un silbido ella llama al motoconcho que está situado en la parada de enfrente. Un viejo motor se acerca, el conductor me saluda con un brío y una felicidad increíble: «¡Bienvenida, mi amol!¡ Rubia aquí tu va estar muy bien!» Uf, no sé ni cómo subir al motoconcho, menos mal que Altagracia viene también con nosotros, me acompañará hasta la oficina. Somos tres, juntitos como anoche, como dice el dicho pícaro dominicano. Empieza la aventura.

            En la oficina esperaban mi llegada, me dan la bienvenida al estilo más propio dominicano: sonrisas, ajetreo, abrazos, miradas descaradas, mucho calor, muchas  preguntas, y más azúcar con café. Ahí estamos ya todo el grupo de personas que formamos el equipo de trabajo: las promotoras, las administrativas, el coordinador, el recadero, las educadoras, el profesorado… Dos horas en pie en el Caribe, y aunque ni siquiera puedo pensar mucho en estos momentos, siento que estoy bien, que acerté con la idea de venir, que necesito estar aquí.  En mi primera reunión de funciones «oficial», iniciamos los puntos a tratar escuchando a Mercedes Sosa con su «Gracias a la vida». Es la gran cantautora la que me integra en el sentido de la labor humanitaria; me queda claro en un momento: mi tarea empezará por conocer, escuchar y aprender. Después cuando descifre lo que allí significa «necesidad», veremos que podemos unir, crear o convertir. Mientras, tengo que empezar ya a dar también gracias a la vida, nunca lo pensé, y ahora sé que hay que partir del máximo agradecimiento para poder  aunque sea sólo tararear un  mismo canto.

            A las ocho y cuarenta y cinco varios motoconchos llegan a la oficina con algunas niñas. Beben rápido un vaso de leche que una compañera les había preparado, cargan algunos libros y vuelven a subir al motor. Ellas vienen desde la montaña, de las comunidades más alejadas; descienden primero en burro atravesando el río y en los primeros caminos asfaltados  los motores contratados por la asociación las recogen y las llevan hasta nuestra escuelita comunitaria, que es la más «cercana» o la única si eres inmigrante haitiana. Una de las nenas, la más sonriente de todas se llama Cristene.

CRISTENE

            Tiene 9 años. Haitiana e indocumentada, cruzó la frontera a República Dominicana  junto a su padre de noche hace tres años .En Haití, en Lakil di No, una zona rural, los dos dejaban atrás a la madre y a cuatro hermanos. Es una niña agradable, con voz dulce y ademanes suaves. Es seropositiva, su papá también y ahora él ha enfermado, tiene un montón de manchas por la piel, y muchos temblores debido a las fiebres. Pero en cuanto amanece , camina hasta la carretera para subir a la parte trasera del camión que lo llevará a trabajar a la zona de construcción; unos días le pagarán, otros sólo le darán algo de comida. Cristene se levanta junto a él: prepara algo de plátano frito, y barre la choza de madera y cartón en la que viven los dos. Camina más de media hora con el fin de  llenar al menos dos cubos de agua y  poder bañarse,  recoge algo de fruta que pueda encontrar por el camino, vacía las bacinillas de pipí, trapea, etc. Después, bañada y arreglada camina de nuevo montaña abajo con su mochila hasta llegar dónde la espera Benua, su motorista particular.

            Le encanta la escuela, le apasiona y llora cuando pierde clase por ir al hospital para sus revisiones o recoger su medicación. Mil colores iluminan su rostro cada vez que habla de la escuela , le fascina el español que domina ya con facilidad,  juega, canta canciones en creol. Cristene es una de las miles de niñas haitianas que no tienen derecho a la escuela. La mujer y la infancia inmigrante haitiana son el rostro invisible de la sociedad dominicana y haitiana. «La haitiana» está sometida a diversas formas de subordinación y segregación, en tanto mujer, pobre , «negra», extranjera, y de cultura diferente y discriminada. Muchas de sus compañeras de juego son o han sido trabajadoras infantiles traficadas. Sus derechos están olvidados, y trabajan más que cualquier persona adulta: salen a vender, o se dedican a la servidumbre, convirtiéndose en trabajadoras domésticas, en esclavas., ya que trabajan todo el día y deben estar dispuestas a hacerlo todo el día. En  ocasiones, sólo son libres en las horas de escuela.

            Ella ha tenido suerte, su papá entendió que su condición no los podía aislar. Entendió que su pequeña no iba a ser ninguna esclava, de ninguna opresión, de ninguna enfermedad; entendió que era en las manos de su hija dónde se podía ver un futuro mejor.

           

            Son las diez en punto y junto a una de las promotoras comunitarias del proyecto voy a visitar  la comunidad y  la escuelita comunitaria, la misma a la que asiste Cristene. Las Escuelas Comunitarias (EC) son proyectos de educación intercultural, enmarcadas en una estrategia de organización comunitaria, en vecindarios marcados por el racismo, la segregación, la pobreza, y la exclusión. Será mi primera toma de contacto, será el inicio de un después que se convertirá en la  mejor experiencia de mi vida.

            Ahora, escribiendo este relato tres años más tarde, viviendo el presente de ese después desde mi tierra natal valenciana, pienso siempre en Altagracia, en Isabel y en Cristene. En su inspiración femenina, en su arte para reconvertir el sufrimiento en lucha, en su convicción de no rendirse como pobres, de no creer que ahí acaba todo. Pienso que en mi primer desayuno en República Dominicana, conocí y me enamoré de tres de las mujeres más valientes de la historia.